“Me he dado cuenta de que antes que humana soy empleada”, se despide Keiko del hombre que le propuso fingir que eran una pareja como el resto. Keiko tiene 36 años. Desde hace 18 trabaja en un supermercado como cajera y repositora. Ya lleva la mitad de su vida en esa tienda y la otra mitad en el microambiente que alquila. Vive sola. Nunca tuvo una pareja ni relaciones sexuales. Está harta de que su familia y sus amigos le pregunten cuándo se va a casar, de que le presenten candidatos, que le recuerden que tiene que tener bebés, progresar, reunir más dinero, vivir mejor. Keiko no quiere saber nada, está viviendo una utopía que la libera de preocupaciones. El supermercado, Konbini, es “conveniente” para los clientes, y para ella. Adora el manual corporativo de esa cadena de tiendas. Todo está prescripto: el uniforme, el modo de hablar, el trato, la sonrisa. Esa doctrina modeló su conducta. El súper con sus reglas y rutinas dan sentido a su vida. No quiere progresar, así está bien. Ni hacer méritos, solo conformar y poder seguir así. En cuanto a relaciones, con las de siempre, el celu y la tele, no necesita más. ¿Hijos?, con los problemas ecológicos y demográficos que hay no está para traer hijos al mundo. Un día se cruza con su exacto opuesto, un desempleado, alguien que desea un empleo y no lo consigue. Y cuando lo consigue al poco tiempo lo echan. Está en situación de calle. Keiko lo adopta como quien adopta una mascota. Lo deja dormir en el baño. La ha convencido de aparentar que son un matrimonio, que son como la gente normal. Pero en el modelo de vida de Keiko eso no termina de articular.


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Por fmluzucom

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