Luciana De Luca: Estaba escribiendo otra historia y no la pude seguir porque tenía demasiada proximidad con el hecho que contaba. Así fue como empecé a escribir la historia de Carolina, un ama de casa mayor, casada y con un hijo. Su mente empieza a sumar olvidos y confusiones. Se da cuenta y tiene miedo, se asusta. Fue un desvío narrativo que se convirtió en “Otras cosas por las que llorar”. Sobre el final de la novela miré en mi derredor y observé que más que miedo al Alzheimer podía ver en mí, en mujeres de mi edad y en los hombres que me rodean, una relación distinta con el cuerpo. La edad empieza a abrir ventanas y puertas a otro tipo de relación con el cuerpo. Lo que estaba escribiendo empezó a ser también una reflexión personal sobre el paso del tiempo y el envejecimiento.

P.: Usó el fluir de la conciencia, en el monólogo interior de la protagonista, para revelar su mundo oculto.

L.D.L.: En ese fluir de la conciencia no había límites, nada que impusiera lo que Carolina podía o no pensar. Eso daba lugar para la rabia, la nostalgia, la alegría, recordar momentos tristes o divertidos. Me interesa esta narrativa del desborde.

P.: ¿Memoria es identidad?

L.D.L.: Uno se va construyéndose sobre la base de los recuerdos y las experiencias. Lo primero que se empieza a borrar es el presente inmediato. Siente algo que la inunda de a poco, que la va aislando. En medio del agua que borra lo inmediato los pequeños territorios de la memoria son como marcas, señales de una tierra donde todavía se puede parar para sostener lo que le queda.

P.: ¿Qué la llevó a contar un drama tan íntimo?

L.D.L.: Yo tuve una Carolina. Mi abuela paterna. Muchas cosas de mi protagonista están tomadas de su historia. Ella fue constitutiva para mí, tuvo presencia en mi infancia y adolescencia. Era muy callada, discreta. Después me di cuenta de hasta qué punto me había ayudado a formar mi identidad. A tenerla en cuenta y a diferenciarme. Lo que le pasaba era mucho más de lo que decía. Era un poco tosca, a veces obcecada. En un momento empezó a tener problemas de deterioro cognitivo, no dijeron que fuera Alzheimer. Por ese tiempo no se hablaba del Alzheimer. Yo vi como se iba olvidando de lo inmediato. Cada vez olvidaba más cosas. Presenciaba todo eso de una forma entomológica, como se iba desarmando su memoria. Cuando me puse a escribir, partí de ahí.

P.: En el epílogo hay un giro, aparece otra voz, la del apego, que dice que no está tan sola como pensó.

L.D.L: Cuando escribía la novela estaba muy compenetrada, no diría que estuviera reflexiva pero hacía un tipo de reflexión distinta, pensaba desde el personaje. No soy una ingeniera cuando escribo. Quise mostrar que en esa desolación en que Carolina vivía no estaba sola, por ahí ella no podía ver lo que tenía alrededor, no podía ver ese afecto, que a su lado tenía un hombre que también se fue haciendo como pudo, que también tenía miedo y que a su modo la quería. Me gustaba ese contrapunto. Entre tanta libertad y la posibilidad de reflexionar y decir esa vida que tuve no sé si la hubiera vivido de otro modo. Me pareció válido contraponer que hubo alguien que la quiso, la acompañó, la sostuvo a su manera, sin juzgar a ninguno de los dos. Me gustó mostrar que mas allá de los enojos rumiados por Carolina, de las distancias y rencores con su marido, hubo de parte de él contención y compañerismo.

P.: ¿Qué está escribiendo ahora?

L.D.L.: Mientras preparo otra novela para adultos trabajo en un nuevo libro para chicos.


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