Después de décadas de funcionar esquilmando al prójimo, exprimiendo al Estado, saqueando mercados cautivos; extorsionando a emprendedores, digitando lo público y malogrando lo privado, la Argentina ha tocado fondo con indicadores de pobreza, corrupción e inflación propios de las regiones menos dotadas del planeta, pero impropios de la nación que fue ejemplo mundial de prosperidad por la fortaleza de sus instituciones, la calidad de su educación y la iniciativa de sus habitantes.

El debate por la llamada ley ómnibus y el DNU del presidente Javier Milei, más allá de sus errores y defectos, ha puesto sobre el tapete la viabilidad del modelo que nos ha conducido a la crisis actual. Sin embargo, casi no se ha escuchado a dirigentes políticos, legisladores, gobernadores y representantes varios mencionar la palabra “competitividad” como vara para medir la bondad o inconveniencia de las políticas públicas sujetas a debate. De buena fe, pero con el síndrome de las cuatro paredes, evitaron subir a la azotea del encierro nacional para proponer una mirada superadora de los textos libertarios.

El kirchnerismo hizo proliferar el empleo precario e informal, ajeno a las rutinas ordenadoras de trabajo dependiente, con daño al sistema jubilatorio y a la estabilidad hogareña

Durante años se ha conformado una estructura productiva para “vivir con lo nuestro” como si el fascismo no hubiese sido derrotado, el Muro de Berlín no hubiese caído y China continuase siendo comunista, permitiendo acumular distorsiones de todo tipo que, con indulgencia, se suelen denominar “costo argentino”.

Detrás de nuestro muro proteccionista fue posible trasladar a precios una infinita variedad de anomalías que degradaron la capacidad de compra del salario creando rentas injustificadas a particulares e ingresos desmedidos a un Estado dispendioso. Esos desvíos impidieron una integración exitosa a la economía mundial, causaron “cuellos de botella” cambiarios y no permitieron desarrollar una clase empresaria de gravitación internacional, más que con algunas excepciones.

El pensamiento militar, que tuvo su apogeo en 1943 cuando los coroneles del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) tomaron el poder para evitar que la Argentina declarase la guerra a Alemania, como lo había hecho Brasil el año anterior, marcó a fuego todo el desarrollo productivo siguiente. No se privilegió la inserción del país en el comercio global sino la autarquía soberana bajo regulación estatal. No se priorizó la competitividad, sino objetivos de defensa nacional como la estrategia geopolítica, la ocupación territorial, el empleo inducido o la autosuficiencia de insumos básicos. Ese modelo discrecional favoreció el lobbying irregular, tejiendo alianzas nefastas entre política y dinero.

Casi no se ha escuchado a dirigentes políticos, legisladores, gobernadores y representantes varios mencionar la palabra “competitividad” como vara para medir la bondad o la inconveniencia de las políticas sujetas a debate

Pero con la estrategia y la defensa “no se come, ni se educa ni se cura” (parafraseando a Raúl Alfonsín). Por el contrario, cuando no se privilegia la creación de valor genuino – entendido como reconocimiento monetario en el mercado internacional de lo aquí producido – todos esos objetivos, tan caros a los planificadores con jinetas o sin ellas, resultan carísimos para el bienestar general.

La Argentina es grande en extensión, pero poco poblada, sin mercado interno suficiente para ignorar al resto del orbe si desea prosperar. Y la mitad de su población es pobre, con un estado fallido, sin moneda, crédito ni inversión. El kirchnerismo hizo proliferar el empleo precario e informal, ajeno a las rutinas ordenadoras del trabajo dependiente, con daño al sistema jubilatorio, a la estabilidad hogareña y a la asistencia escolar. No es sorprendente, entonces, la aparición de teorías resignadas que toman esa situación como natural e irreversible. La “nueva economía popular” pontifica el fin del capitalismo y el comienzo de una era de cooperación para construir un futuro de inclusión sobre los restos de aquel. Eso sí, con fondos de ese mismo Estado al que no podrá sostener, sino todo lo contrario.

No hay forma realista de progresar sin una profunda reconversión de las actividades que se realizan en nuestro país, desde el sector público hasta el sector privado, para engarzar a la Argentina en el mundo. No basta con intentar atraer inversiones sin modificar antes las reglas de juego y los incentivos que generan. No benefician, sino que perjudican, aquellas cuya rentabilidad derive de privilegios especiales, contratos estatales o reservas de mercado, pues crean hechos consumados de reversión dolorosa. Las distorsiones se pagan caras cuando consolidan situaciones sociales de difícil solución posterior, como el régimen de Tierra del Fuego, antítesis de las transformaciones virtuosas que están ocurriendo en Vaca Muerta.

No hay forma realista de progresar sin una profunda reconversión de las actividades que se realizan en nuestro país, desde el sector público hasta el sector privado, para engarzar a la Argentina en el mundo

El desafío de privatizar y desregular no tiene solo por objeto eliminar trabas a la vida diaria, como transferir automotores o facilitar los alquileres. El objetivo último debe ser la competitividad, desmantelando el entretejido de regulaciones invasivas, impuestos distorsivos, protecciones diferenciales, sindicatos prepotentes, servicios ineficientes y permisos discrecionales para que la rémora del costo argentino no perjudique a quienes salen al exterior ofreciendo bienes y servicios “hechos en la Argentina”.

El mundo actual es impiadoso. A nadie le importan nuestros argumentos ni las causas de nuestros males: nadie estará dispuesto a pagar por ellos. La Unión Europea aplica directivas ambientales que imponen grandes costos a los agricultores, pero los gobiernos no ceden, soportando protestas y cortes de caminos. En los nuevos bloques asiáticos, de capitalismo autoritario son inconcebibles los sindicatos politizados y medidas de fuerza para voltear gobiernos. Su objetivo es mejorar el nivel de vida de poblaciones inmensas, con énfasis en la disciplina y la productividad a costa de libertades públicas. Ninguno llorará por la Argentina y sus desdichas.

En nuestra república, democrática y liberal, los cambios profundos son difíciles de lograr pues hay intereses creados por doquier, no solo por razones de lucro, sino por la gravitación de estructuras socioeconómicas cimentadas por años de vigencia consensuada. A los dirigentes políticos, empresariales y sindicales, a los gobernadores e intendentes no les resulta beneficioso aceptar esos cambios y sufrir sus costos inmediatos, en aras de aplausos de próximas generaciones que hoy no se oyen.

Las distorsiones se pagan caras cuando consolidan situaciones sociales de difícil solución como el régimen de Tierra del Fuego, antítesis de las transformaciones virtuosas que están ocurriendo en Vaca Muerta

Es imperioso bajar el riesgo país y el costo del capital, sin lo cual ninguna reconversión será posible. Ello requiere equilibrar las cuentas públicas, recuperar el valor de la moneda y el poder adquisitivo del salario. Con crédito y acceso al mercado de capitales, las reformas estructurales serán viables, permitiendo que el potencial productivo argentino pueda desplegarse sin escollos injustificados, gravámenes distorsivos o privilegios corporativos.

Las reformas deben desbloquear una economía osificada por años de intervención pública conforme a ideologías empobrecedoras, para que la apertura de fronteras no sea una nueva experiencia frustrada por el atraso cambiario, la presión fiscal, las provisiones ruinosas o los abusos sindicales.

Sin rigideces regulatorias ni costos extravagantes el talento nacional podrá transformar en riqueza contante y sonante ese potencial, aunque deba competir en un mundo impiadoso, que dejará de serlo cuando con orgullo ofrezcamos “cantidad, calidad y precio” competitivos y de producción argentina, naturalmente.


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Por fmluzucom

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